Alternativ endin 1

Primera parte

La cuerda onduló un rato y la figura seguía mirando hacia arriba, sin atreverse a tocarla.

Soga decidió por fin bajar, ya que dudaba que los de abajo supieran moverse entre nudos y cáñamo. A medida que bajaba el aire se volvía más pesado y caliente, como si fuera el día más caluroso en las islas.

Luego de mucho rato Soga tocó el suelo con sus pies y una nube de polvo se levantó a su paso. A un par de metros, un hombre la miraba con los ojos desencajados por la sorpresa. El hombre se agachó y agarró un puñado de tierra que dejó caer frente a su rostro; en sus mejillas se marcaban los surcos de las lágrimas al pasar por su cara sucia.

Soga se le acercó, lentamente, como cuando se trata con un animal asustado.

—Saludos, hombre de la tierra—dijo, y el hombre abrió la boca y respondió en una lengua desconocida, que sin embargo se parecía a la de ella.

El hombre hizo un gesto con una mano y apuntó al cielo. Soga siguió con la vista la dirección y por primera vez en la vida vio desde abajo el montón de islas desperdigadas que habitaban el cielo; las montañas flotantes parecían estar desmigajándose y salir por entremedio de una densa niebla. En algunas partes la niebla se acercaba al baldío.

—Agua—dijo el hombre, o algo parecido y Soga comprendió; el agua de las cataratas y los ríos caía hacia el baldío, como una suave llovizna.

Más allá, donde la hilera de la gente hormiga aún estaba junta, Soga notó cómo trataban de atrapar la niebla con unas grandes extensiones de tela.

—Relente—dijo el hombre, apuntándose al pecho.

Soga comprendió.

—Soga—dijo, haciendo lo mismo.

Soga siguió mirando al pueblo de la hormiga y notó algo extraño; cada vez el pueblo avanzaba algunos pasos, adelantándose. Solo entonces comprendió que las islas se movían y que los de abajo seguían a los de arriba.

Un estremecimiento se adueñó de ella al comprobar que la cuerda por la que había bajado se había movido también, aunque aún estaba a su alcance.

—¿Ustedes se mueven siempre? —preguntó, gesticulando. Repitió muchas veces la frase, tratando de hacerse entender. Finalmente, Relente comprendió.

—La gente del cielo nos alimenta—dijo—La comida viene de arriba— y apuntó a Soga y luego a las islas.

—¿Acaso no tienen tierras de cultivo? —dijo ella, y tomó un puñado de tierra—¿Tierra, semillas?

El hombre sacudió la cabeza, aunque luego buscó en sus ropas polvorientas y le mostró un saquito; dentro había semillas. Soga no pudo reprimir un escalofrío: esas eran las ofrendas que lanzaban junto con los caídos al abismo ¿acaso ellos vivían de lo que desperdiciaban en el cielo?

—Eso se planta—dijo Soga, demostrándole. Tomó un par de semillas y las enterró. El hombre sacudió la cabeza, sacó las semillas y volvió a apuntar al cielo.

—Mueve—dijo—Sin sombra de las islas, todo muere. Igual nosotros.

Soga entornó los ojos y notó que todo el pueblo de la hormiga estaba bajo la colosal sombra de las islas, casi no podía ver más allá.

—Debe haber una forma—dijo ella y volvió a correr hacia la cuerda que cada vez estaba más lejos— Relente, ven conmigo y sé emisario de tu pueblo.

Soga escaló por la cuerda y en poco tiempo le mostró la manera de subir. Relente habló con algunos de sus familiares y al cabo de un momento de vacilación, siguió a Soga hasta lo alto.

A medida que subía Soga notó como el pobre hombre mutaba de color, hasta casi perderlo por completo. Sus movimientos eran torpes y sus rasgos duros, como sacados de la piedra. Seguro sus antepasados eran las rocas y no las aves, como en la gente de las islas.

Soga llegó a la isla por la que bajó y ayudó a Relente en los últimos tramos.

—¿Qué significa esto? —exclamó Grapa, sentada en un islote y apuntando con el arco—¿Has traído a los demonios a nuestra tierra? ¡¿te has vuelto loca?!

—No es ningún demonio, hermana—trató de calmarla Soga—es una persona, como nosotras. ¡Viven allá abajo y no pueden sembrar porque no tienen agua!

Grapa arrugó la cara y bajó el arco unos centímetros.

—Entonces, no tienes motivos para bajar otra vez. Haz roto una ley, eso no puede perdonarse.

—Una ley que nace de la ignorancia—rebatió Soga—No hay más que decir. Debemos ayudar a esta gente o morirá.

—Pues no han muerto todavía.

Grapa dejó el arco a un lado, aunque no se puso de pie. Relente se frotaba las manos y miraba sorprendido hacia todos lados, se arrodillaba, lloraba y murmuraba por lo bajo.

—Descubrí que las islas se mueven a lo largo del baldío—siguió Soga— y la niebla baja y les ofrece agua a los…a los de abajo. Si lográramos anclar las islas, ellos tendrían agua sin tener que moverse y nosotros podríamos plantar, porque la sombra de abajo es enorme… Grapa, préstame tu cuerda más larga y…

Grapa empujó a Relente con una patada, quien gimió y se perdió en El Abismo. Soga no alcanzó a reaccionar hasta que Grapa la apuntaba con el arco.

—Has roto una ley—dijo Grapa—No hay forma de detener las islas. No hay forma de mezclarnos con los sin plumas. Los caídos pertenecen al baldío. Que mientras tanto, sigan comiendo nuestras migajas.

Y soltó la flecha.

Soga alcanzó a pensar que ningún Abismo iría a su encuentro, que no vagaría por ningún mundo de los muertos. En cambio, solo la recibiría la tierra árida y seca del baldío.

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